sábado, 19 de mayo de 2012

Luz perdida

Hermes Castañeda Caudana
– ¿Y la viste? –interrogó el detective Harry Bosch a Julia Brasher, la novata en el Departamento de Policía de Los Ángeles, refiriéndose –como agregó a continuación– a la luz perdida de los túneles en Vietnam, adonde él estuvo como combatiente del ejército estadounidense y ella como turista varios años después.
      – La vi. Mis ojos se adaptaron y allí estaba la luz. Casi como un susurro. Pero fue suficiente para que encontrara el camino –respondió ella en la intimidad de aquella conversación, entablada luego de que la pasión los desbordara por primera vez.
      –Luz perdida –insistió Bosch– la llamábamos luz perdida. Y en seguida, añadió:
      –Nunca sabíamos de dónde venía. Pero allí estaba. Como humo colgando en la oscuridad. Alguna gente decía que no era luz, que era el fantasma de todos los que murieron en aquellos sitios. De ambos lados.
      Este diálogo, escuchado en mi imaginación gracias a la pluma de Michael Connelly, autor de “Ciudad de huesos” –estupenda novela del género negro en que la mutua atracción entre Bosch y Brasher da lugar a insólitas confesiones–, susurró a mi consciencia la inquietud de pensar en qué se transmutan, en la vida hiperviolenta que padecemos, todas las vidas segadas en medio de la más cruenta masacre cotidiana que nos tiene a todos enfermos de terror.
      ¿Qué colores, qué espesura tiene toda esa luz perdida y quién puede mirarla? Hoy, cuando hasta los sitios que antaño eran terrenos neutrales y escenarios respetados –como las escuelas– incluso en tiempos delictivos, ya no lo son. ¿Cuáles son los túneles donde podemos guarecernos de la máxima muestra de irrespeto al género humano, que ocurre con el asesinato de cada uno? ¿Cuánta luz perdida tiene que golpearnos la vista para comprender que con cada vida que es arrebatada, es lacerada la de todos? Y, ¿qué podemos hacer ante esta avalancha de fantasmas de todos lados, de cualquier sexo y edad que están allí, en los recovecos más oscuros de nuestras pesadillas a pleno sol?
      Hace algunos días, conversaba con una escritora de la Tierra Caliente, a partir de un ensayo de su autoría donde narra cómo a medida que la atrocidad se acercaba peligrosamente a las puertas de su casa, ésta se desveló como el monstruo que era desde antes pero que, visto devorando otras cabezas, no parecía tan feroz. Y, en medio de aquella charla, ambos nos preguntábamos, ¿qué podemos hacer los maestros ante esta situación?
      Luego de mucho pensar y debatir concluimos en que, desde la escuela, podemos apostar por la educación de seres humanos cuyo desarrollo moral permita que en el otro, se reconozca lo que nos une por sobre aquello que nos separa. Aprehender al otro en su humanidad es lo único que hoy puede salvarnos, porque, ¿cuánta luz perdida más pueden soportar nuestros ojos antes de quedarnos por completo ciegos y peligrosa e irremediablemente indiferentes ante el sufrimiento ajeno y la desgracia que, ocurrida a quien sea y en cualquier lado, es también la devastación nuestra?
      En medio de los oscuros e inhóspitos laberintos que debemos sortear cada día en la era de la hiperviolencia, el humo que se revele colgando de la penumbra puede convertirse en luz de confianza en que mostremos a las nuevas generaciones que, como nos lo enseñó Viktor Frankl, si bien en cada uno existen en potencia la nobleza y la más terrible perversidad, depende de nuestras decisiones –jamás de nuestras circunstancias– en quiénes nos transformamos. Ésa puede ser nuestra tarea.   Enseñar a los estudiantes que toda decisión entraña una absoluta y plena responsabilidad sobre sus consecuencias. Ello implica una integridad moral que, también los profesores, podemos favorecer. Siempre con base en nuestro propio ejemplo y en qué tan cerca o lejos nos hallamos de aquellos preceptos que buscamos inculcar a los demás. Y ustedes, estimadas lectoras y lectores, ¿qué opinan?

Vida hiperviolenta, ¿vida de ficción?

Hermes Castañeda Caudana
En Juegos de ingenio, John Katzenbach dibuja un futuro de ficción donde impera la violencia en casi toda Norteamérica, y en uno de los capítulos iniciales de este estupendo thriller psicológico, describe cómo en los salones donde se imparten las cátedras universitarias, se han colocado dispositivos que permiten alertar en caso de penetración de armas a las aulas de clase; el ambiente que se vive en los campus es totalmente hostil y la seguridad, por tanto, requiere ser extrema, a tal grado que toda persona que se precie de cuidar su integridad física, necesita portar un arma que asegure su defensa frente a cualquier posible atacante, incluidos los estudiantes universitarios, a quienes además se precisa otorgar las notas que demanden, a fin de que los profesores no resulten agredidos o incluso asesinados por éstos… el panorama es ensombrecedor… ¡pero qué alivio! ¡Sólo se trata de una novela! ¿Únicamente se trata de una obra de ficción? En fechas recientes, al celebrarse un evento académico en la Tierra Caliente, uno de los ponentes, docente de educación primaria que labora en cierta localidad de esa región de nuestro estado, explicaba la encrucijada en que se ha encontrado, al hallar armas en las mochilas de sus estudiantes, pequeños a quienes las circunstancias que se viven en diferentes lugares de Guerrero, así como de otras entidades federativas, han terminado por arrebatar la inocencia y el mero interés por los juegos infantiles o las ocupaciones propias de su edad, que se ve eclipsado por los ejemplos de familiares o conocidos, que sin haber obtenido grados universitarios consiguen bienestar material por medios ilícitos, ello, da lugar a respuestas como las que expresan estudiantes de una primaria rural de la región norte de nuestra entidad, quienes al ser interrogados sobre la ocupación a que les gustaría dedicarse al ser mayores, responden: “quiero ser secuestrador… o narcotraficante”, aspiraciones, cultivadas en un ambiente donde la hiperviolencia, o violencia extrema, se ha convertido en un asunto habitual en nuestra sociedad, y donde las profundas desigualdades socioeconómicas imperantes ponen en riesgo a muchas personas, de priorizar el beneficio para sí y los suyos, del modo que sea. Qué terrible…qué desesperanza. Frente a ello, se dice que por medio de una mejor educación, que promueva cada vez más la práctica de valores entre los educandos, podrá conseguirse paliar este problema, se afirma que los maestros podemos ser actores fundamentales en esta reorientación necesaria de sueños y ambiciones en los niños y niñas, se asume que ello puede lograrse sólo con educación. Sin embargo, en México, el país de la desigualdad, las brechas socioeconómicas se agravan cada vez más, pese a que se insista en mostrarnos en la televisión a niños y jóvenes de comunidades marginadas que obtienen primeros lugares nacionales en exámenes de conocimientos, como si la vida fuera una prueba escrita, como si el hambre se calmara al ser mencionados por López Dóriga… Es cierto, hace falta educación para resolver las causas de la violencia, pero éste no puede ser un asunto exclusivo de la escuela y los profesores, necesitamos dejar de ver telenovelas, de interesarnos por las vidas intrascendentes de pseudoartistas, de escuchar canciones que nada dicen, de mantener cerrados los libros y callada la voz frente a opiniones necias de políticos, conductores de programas basura o líderes religiosos… La certeza de concebirnos pensantes, inteligentes y cuerdos en medio de tanta locura, es decir, de concebir a la educación como un derecho por el que hay que luchar dentro y fuera de la escuela, puede ayudarnos… a dejar de temer, de temblar, de padecer…

domingo, 4 de marzo de 2012

¿Estímulo al desempeño o desempeño para el estímulo?

Hermes Castañeda Caudana
En el ámbito de las instituciones donde se forman docentes, existe un estímulo económico anual, que se otorga a profesores de tiempo completo que debido a su preparación, desempeño en el aula y productividad académica, observan una labor que, avalada por documentos probatorios, es digna de reconocerse. Ello, asegura una fortaleza identificada en dichas instancias de formación, a través de procesos de autoevaluación desarrollados en el escenario actual, donde se busca que la dinámica de las Normales, los Centros de Actualización del Magisterio y la Universidad Pedagógica Nacional, transite hacia la constitución de auténticas comunidades de generación y aplicación innovadora del conocimiento. Esta fortaleza a que se aludía antes, ciertamente, es contar con un profesorado de calidad.
     Lo expuesto hasta aquí, sin embargo, entraña el riesgo de que cada ciclo escolar se convierta en un trayecto muy bien planificado en pos de lo que Fullan denomina “caza de papelitos”, sin que ello impacte en todos los casos ni en el grado deseable, en los procesos de formación de los futuros maestros de la escuela básica, o de los docentes que optan por continuarse preparando, en alguna de las instituciones educativas referidas líneas atrás.
     Aunado a lo dicho, se encuentra el hecho de que en el momento que se vive en las escuelas donde se forman profesores, ya no puede pensarse que los méritos sean exclusivamente asistir a conferencias o cursos, antologar materiales, hacer posgrados, asesorar documentos recepcionales o fungir como sinodales en los exámenes para la titulación. Al respecto, el académico e investigador, Eduardo Mercado, durante un taller desarrollado con profesores normalistas del estado de Guerrero, señala que, carente de publicaciones que se difundan y coloquen a las instituciones para la formación docente dentro de los debates ya existentes en el contexto de otras instituciones de educación superior, no se puede hablar aún de situar a las Normales y sus pares, a la altura de la función social que demandan de ellas los tiempos modernos. 
     Por lo argumentado, cabe reflexionar con qué intención es que se busca ser maestros de calidad y cómo favorece nuestra mejora, en la formación de docentes, esto puede conducirnos a cambiar nuestras motivaciones, y de esta manera buscar ser reconocidos por lo que ofrecemos para el crecimiento intelectual de otros, y no solamente por contar con más credenciales que los colegas. O usted, estimado lector o lectora, ¿qué opina?

miércoles, 18 de enero de 2012

La filosofía de Hobbes… ¡y también de las abuelas!

Hermes Castañeda Caudana
En la estupenda novela “Nosotros” de Richard Mason, Julián, un joven estudiante de la Universidad de Oxford de finales de la década de 1980, identifica en las interacciones habituales con sus compañeros, lo que Hobbes –de quien ha sido atento lector– define como “un perpetuo e incesante afán de poder que cesa solamente con la muerte”. Ejercer dicho poder, precisa de una clase de autoridad que no todos tenemos, que quizá no deseamos o que no somos capaces de obtener. En este juego, se cuenta con una de tres opciones para participar: se es tirano, víctima o testigo. Curiosamente, esto no parece haber cambiado mucho desde el siglo XVII hasta hoy. ¿Escalofriante? Sí. Y también un hecho que podemos reconocer en el devenir de las organizaciones modernas a las que pertenecemos, incluidas las instituciones educativas.
     Hace algunos días, en una conversación entre colegas docentes, recordábamos viejos incidentes acontecidos en las escuelas donde hemos estudiado o trabajado. Todos ellos, vinculados a lo que Hobbes llama “la inclinación general de la humanidad entera”: el poder y su alarde. En cada uno de aquellos sucesos, una persona increpa a otra ante testigos que hacen las veces de público y, el increpado, asume a cabalidad su rol de víctima. Al respecto sucede que, a veces, la aparente mansedumbre del agredido no es sino la forma que toma el miedo a las repercusiones que tendría el defenderse, cuando se ocupa un lugar inferior en la escala jerárquica, que el agresor. En otras ocasiones, se manifiesta condescendencia hacia el tirano, lo que demuestra un mayor desarrollo moral en la víctima, que tampoco suele librarla del ataque. De una u otra manera, sin embargo, se completa a la perfección el cuadro descrito por el padre de la filosofía política moderna.
     Pero, ¿por qué alguien prefiere reservar sus reclamos o señalamientos sobre lo que lo contrarió en otro momento, justamente hasta ese instante en que varios pares de ojos y oídos presencian lo que podría haber sido una charla, exclusivamente entre las partes aludidas e interesadas? La respuesta se dio hace varios siglos… y continúa vigente.
     Este deseo de exhibición de reclamos y amonestaciones, obedece a que las ansias de poder vienen acompañadas de ansias de publicidad proporcionales a las primeras. Tal vez, haría falta que alguien desafiara el papel que las circunstancias le adjudican, para romper con esa infame tríada –tirano / víctima / testigo– que invariablemente atenta contra la dignidad humana, porque trastoca otras formas posibles de convivencia, regidas por la ética. O acaso, ¿no es mayor el valor intrínseco de los seres humanos, que el hambre de poder y la confirmación de éste, por parte de algunos?
     Lo cierto, es que ninguna persona, en cualquier circunstancia en que se halle, tiene por qué contribuir a perpetuar el abuso, sirviendo permanentemente para la confirmación de la fuerza de sujetos mezquinos, dentro de una organización. Quizá será suficiente que la víctima se niegue a serlo, el testigo renuncie a su pasividad hacia la humillación ajena y, con esto, el tirano aprenda que también la sabiduría popular ha recogido en sus sentencias, lo que sucede cuando el hartazgo y la defensa de sí, prevalecen sobre el repliegue de uno mismo.
     Algún día las víctimas decidirán no serlo más. Los testigos actuarán con mayor integridad y menos indiferencia. Y no será solamente una voz la que, sumisamente, sea escuchada por los otros. Entonces, se confirmará que también –como Hobbes–, las abuelas debieron ser filósofas y politólogas porque a todos, de niños, ellas enseñaron que, contrarrestando a las perversas marañas de poder instituidas en cualquier organización –incluidas las escuelas donde usted y yo trabajamos–, “el valiente vive hasta que el cobarde quiere”.

sábado, 7 de mayo de 2011

La moderna vida líquida

Hermes Castañeda Caudana
Una gota de sangre en MTV, un cadáver conectado a Internet, Mona Lisa llorando en el jardín, un licor de cianuro, muera el futuro, pasado mañana es ayer… A finales de la última década del siglo XX se escuchaban voces como la del argentino Fito Páez, que indicaban el advenimiento de una mirada crítica, invitándonos a reflexionar sobre lo que estábamos viviendo, en medio de una modernidad con lastres históricos, que hasta el día de hoy, deriva en consideraciones como la que hace Parrini al responder a la pregunta ¿Alguien sabe quiénes somos? Tal vez no, contesta, “quizá nadie sabe quiénes somos ni quiénes seremos…Si le preguntamos al sexo, hoy tiene poco que decirnos. Si corremos detrás de las identidades encontraremos certezas que se derrumban. El cuerpo dirá poco, porque nunca se le ha preguntado nada. En algunos sentidos la pregunta nos remite a una respuesta imposible, siempre desplazada.” Por tanto, las subjetividades en el mundo contemporáneo, transitan por caminos no recorridos antes, en un contexto cuyo devenir avanza a ritmos que nos hacen exclamar, como afirma Ernesto Sabato en La resistencia, ¡lo peor es el vértigo!, porque en el vértigo las certezas se escapan y las instituciones que aseguraban que nuestros abuelos y abuelas pudiesen vislumbrar su porvenir sobre bases firmes, hoy, simplemente, se derriten, dado que, como explica brillantemente Zygmunt Bauman, las formas sociales (las estructuras que limitan las elecciones individuales, las instituciones que salvaguardan la continuidad de los hábitos, así como, los modelos de comportamiento aceptables), ya no pueden, como tampoco se espera que lo hagan, mantener su forma por más tiempo.
     Ello, vuelve improbable que en el mundo contemporáneo, al menos en la parte “desarrollada” del planeta, una persona pueda proyectar su vida en la juventud y existir en consecuencia de sus planes tempranos, de ahí en adelante. Hoy, las historias que hablan de quienes estudiaban una carrera que avalaba un desempeño profesional para toda la vida, del negocio familiar que aseguraba el sustento por generaciones, así como, de los amores eternos, cobijados por la institución familiar, se asocian con relatos de antaño que provocan añoranza y se escuchan esas noches en que quizá, por un corte a la energía eléctrica, algunos miembros de la familia se agrupan en torno a los abuelos, alejados momentáneamente de la televisión y del Internet, interrumpidos acaso por las canciones de moda, empleadas como timbres de los teléfonos celulares, porque a diferencia de ayer, según dicen quienes se ufanan al defender que “todo tiempo pasado fue mejor”, hoy, “nada es perfecto”.
     Lo cierto es que, como se aprecia de forma impresionante en la obra de Jonathan Agüero, artista plástico guerrerense, titulada “Naufragio” (ad hoc con el tema que abordamos),  igual que las temerosas ratas que muestra la pintura se afanan por sobrevivir ante la contingencia de una inclemente inundación, más que nunca, las personas precisamos recuperar el pensamiento, hoy colapsado, de la planificación y la acción a largo plazo; en una vida moderna líquida donde las formas sociales antes referidas, se descomponen y se derriten antes de que se cuente con el tiempo necesario para asumirlas, en el presente, cuando no hemos tenido siquiera tiempo de tantear si hacemos pie, antes de lanzarnos a un río que, sobre todo hoy, como proclamaba Heráclito, no es el mismo. Tal vez, regresando a Sabato, podremos plantear una aspiración inédita y afirmar: “nos salvaremos por los afectos”, que quizá puedan ser los motores genuinos de lo que hacemos y quiénes somos, entonces, al volver la mirada al otro y aprehenderle en su diferencia, sólo entonces, contrario a lo que dice Fito Páez en aquella misma canción con que iniciamos esta charla, la soledad… no sea más la ecuación de la vida moderna.

"Naufragio" de Jonathan Agüero Dirzo. Colección particular: La Casa del Cirián.