– ¿Y la viste? –interrogó el detective
Harry Bosch a Julia Brasher, la novata en el Departamento de Policía de Los
Ángeles, refiriéndose –como agregó a continuación– a la luz perdida de los
túneles en Vietnam, adonde él estuvo como combatiente del ejército
estadounidense y ella como turista varios años después.
– La vi. Mis
ojos se adaptaron y allí estaba la luz. Casi como un susurro. Pero fue
suficiente para que encontrara el camino –respondió ella en la intimidad de
aquella conversación, entablada luego de que la pasión los desbordara por
primera vez.
–Luz perdida
–insistió Bosch– la llamábamos luz perdida. Y en seguida, añadió:
–Nunca sabíamos
de dónde venía. Pero allí estaba. Como humo colgando en la oscuridad. Alguna
gente decía que no era luz, que era el fantasma de todos los que murieron en
aquellos sitios. De ambos lados.
Este diálogo,
escuchado en mi imaginación gracias a la pluma de Michael Connelly, autor de
“Ciudad de huesos” –estupenda novela del género negro en que la mutua atracción
entre Bosch y Brasher da lugar a insólitas confesiones–, susurró a mi consciencia
la inquietud de pensar en qué se transmutan, en la vida hiperviolenta que
padecemos, todas las vidas segadas en medio de la más cruenta masacre cotidiana
que nos tiene a todos enfermos de terror.
¿Qué colores,
qué espesura tiene toda esa luz perdida y quién puede mirarla? Hoy, cuando hasta
los sitios que antaño eran terrenos neutrales y escenarios respetados –como las
escuelas– incluso en tiempos delictivos, ya no lo son. ¿Cuáles son los túneles
donde podemos guarecernos de la máxima muestra de irrespeto al género humano,
que ocurre con el asesinato de cada uno? ¿Cuánta luz perdida tiene que
golpearnos la vista para comprender que con cada vida que es arrebatada, es
lacerada la de todos? Y, ¿qué podemos hacer ante esta avalancha de fantasmas de
todos lados, de cualquier sexo y edad que están allí, en los recovecos más
oscuros de nuestras pesadillas a pleno sol?
Hace algunos
días, conversaba con una escritora de la Tierra Caliente, a partir de un ensayo
de su autoría donde narra cómo a medida que la atrocidad se acercaba
peligrosamente a las puertas de su casa, ésta se desveló como el monstruo que
era desde antes pero que, visto devorando otras cabezas, no parecía tan feroz. Y,
en medio de aquella charla, ambos nos preguntábamos, ¿qué podemos hacer los
maestros ante esta situación?
Luego de mucho
pensar y debatir concluimos en que, desde la escuela, podemos apostar por la educación
de seres humanos cuyo desarrollo moral permita que en el otro, se reconozca lo
que nos une por sobre aquello que nos separa. Aprehender al otro en su
humanidad es lo único que hoy puede salvarnos, porque, ¿cuánta luz perdida más
pueden soportar nuestros ojos antes de quedarnos por completo ciegos y
peligrosa e irremediablemente indiferentes ante el sufrimiento ajeno y la
desgracia que, ocurrida a quien sea y en cualquier lado, es también la
devastación nuestra?
En medio de los
oscuros e inhóspitos laberintos que debemos sortear cada día en la era de la
hiperviolencia, el humo que se revele colgando de la penumbra puede convertirse
en luz de confianza en que mostremos a las nuevas generaciones que, como nos lo
enseñó Viktor Frankl, si bien en cada uno existen en potencia la nobleza y la
más terrible perversidad, depende de nuestras decisiones –jamás de nuestras
circunstancias– en quiénes nos transformamos. Ésa puede ser nuestra tarea.
Enseñar a los estudiantes que toda decisión entraña una absoluta y plena
responsabilidad sobre sus consecuencias. Ello implica una integridad moral que,
también los profesores, podemos favorecer. Siempre con base en nuestro propio
ejemplo y en qué tan cerca o lejos nos hallamos de aquellos preceptos que
buscamos inculcar a los demás. Y ustedes, estimadas lectoras y lectores, ¿qué
opinan?